miércoles, 14 de diciembre de 2016

LA COSA SE PUSO NEGRA


"Estoy yendo a Argentina nuevamente y no encontraré paz hasta el día que te haga pagar por lo que hiciste. No tuve energías el año pasado pero esta vez si no te encuentro personalmente pagaré a alguien con la plata de mi marido para que lo haga y te arrepentirás de por vida de haberlo tocado."

Me atoré con la tostada. Esa mañana el desayuno era esta bomba y no había mate capaz de hacerla digerir. Está enojada y no la culpo, de verdad que no lo hago. No sabe pero sabe, intuye, olfatea, supone, ata cabos, relaciona, imagina, además tiene mucho tiempo. Ese famoso sexto sentido que nos atribuyen a las mujeres y del que en ocasiones nos enorgullecemos también puede torturarnos. En el fondo, en esa parte bien íntima de nosotras mismas donde se nos anudan los problemas, muchas veces desearíamos que las entrañas nos fallen.

Pero vayamos al principio. Viajemos a mi adolescencia perturbada donde Dennis Rodman empapelaba las paredes de mi habitación y participaba de mis sueños eróticos. Soñaba con grandes, transpirados y brillantes músculos negros después de mirar a los Bulls por la televisión. Supongo que ese mismo deseo reprimido fue el que me impulsó esa noche a agarrarlo de la mano cuando lo vi pasando por delante mío en el boliche, con la diferencia de que veinte años después sabía que ciertas decisiones pueden llevarte a otro nivel. Camino de ida que le dicen por ahí.

Cuando se dio vuelta me topé con la dureza de sus pectorales lo que me permitió recorrerlo, explorarlo, apreciar los siguientes cuarenta centímetros hasta dar con su mirada como quien contempla absorto una pieza de arte. "No hablo español" dijo con torpeza sin dejar de mostrarme sus hermosos dientes blancos a través de su carnosa sonrisa. Y ahí estaba yo hipnotizada, boquiabierta, estupefacta y poseída por la húmeda idea de morder esos labios exagerados, de caer rendida en esos interminables brazos musculosos. Él esperaba paciente a que yo volviera a este planeta sosteniendo mi mano con un poco más de fuerza ahora y atravesándome con la mirada, como una daga encendida, me incendiaba el cuerpo y la mente. "I don´t speak english but we can dance" alcancé a balbucear y vi el alivio en su cara. Más tarde entendería que él preferiría hacer el intento de entender mi inglés antes que de practicar su español.

Bailamos y conversamos durante toda la noche. Me fascina comprobar una vez más que hay un lenguaje universal que trasciende la palabra y es el lenguaje corporal, el lenguaje del amor, un lenguaje que afortunadamente no entiende de barreras y permite que dos personas completamente desconocidas puedan sentirse cercanas al cabo de un rato. Y ahí estábamos nosotros fluyendo en el mar de la seducción, coqueteando como adolescentes enardecidos, emanando ondas lujuriosas a través del calor de nuestras manos, de la aceleración del ritmo cardíaco, de las gotas de sudor rodando desde la frente hacia las sienes. Tengo la costumbre de salir sola y a esta altura de mi vida supongo que es un poco por cábala ya que muchas de las experiencias más lindas que he tenido fueron posibles gracias a vencer arduas batallas libradas contra Netflix, el sofá, los rechazos de mis amigas a salir y mis propias limitaciones mentales y otro poco porque soy la única en todos mis grupos de amigas que sigue soltera y sin hijos. Me bastó con mirar cómo se abría paso entre la multitud, mientras tomándome de la mano custodió mi andar hasta la puerta del baño y se detuvo allí cual guardaespaldas de Madonna a esperar que yo saliera, para agradecer a Dios, al Universo, a mi suerte de principiante o a todo eso junto de tener el suficiente coraje de animarme a vivir, de investigar y de creer que "NO" es una palabra que debería estar prohibida en ciertos contextos. Si él era la persona con la que cumpliría mi fantasía de acostarme con un negro eso equivalía a ir a jugar tu primer picado en el potrero de barrio y que en el pan y queso se decida que Messi juega para tu equipo.

Sin embargo esa noche lo único que le dí -teniendo yo tanto para dar- fue mi número de teléfono. Al día siguiente me tocaba trabajar muy temprano en un Congreso y una de las pocas lecciones de cocina que recuerdo haber retenido de mi madre es que la comida sabe mejor si se la cocina a fuego lento, es así como cada ingrediente desprende mejor su aroma hasta fundirse en uno solo y para saborear este delicioso banquete si había algo que no necesitaba que escaseara era el tiempo. Yo, la reina del fast food, la que almorzaba en la fila del banco o cenaba galletitas de agua con queso untable y mate por no cocinar, me había propuesto dejar servido el postre más delicioso para volver sola a casa de mis padres. Dos semanas después, según me había contado un rato antes, le tocaba viajar a la ciudad donde vivo actualmente. "De acuerdo, entonces ya mismo comienzo con el ayuno", pensé.

Nos despedimos con un abrazo intenso e interminable como el deseo que nos envolvía, como si ambos supiéramos con exactitud que ese abrazo acabaría siendo más tarde un refugio, uno de esos lugares favoritos en el mundo donde siempre dan ganas de volver. No terminaba de encender mi auto cuando sentí que me había enamorado y no acababa de entrar en mi casa cuando recibí un mensaje suyo. "Que descanses, hermosa. Nice to meet you, see you in two weeks".

Continuará...

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