jueves, 29 de diciembre de 2016

LA COSA SE PUSO NEGRA II

Son las cuatro menos cuarto de la mañana de un sábado y mientras me pinto las uñas de los pies pienso si realmente me gusta este negrazo descomunal o la poca luz de esa noche y las bebidas ingeridas me nublaron el criterio. Hace quince días que nos conocimos y desde entonces no hemos dejado de planear como sería este nuevo encuentro. Estoy nerviosa, lo admito. ¿Y si ahora no me gusta? ¿Y si el idioma se convierte en una barrera para comunicarnos? ¿Y si me parte al medio o me lastima? ¿Y si nunca aparece? ¿Y si mejor me dejo de joder y me voy a dormir? Más me vale estar lúcida mañana porque quizá sea el primer día del resto de mi vida. Además al despertarme tengo que terminar de ordenar algunas cosas en el pequeño pero prolijo y siempre bien aromático mono ambiente en el que vivo. ¿Debería invitarlo a mi casa tan pronto? me pregunto por último. ¡Pero que clase de pregunta es esa! Me respondo casi al instante. Hemos pasado estas últimas dos semanas conversando durante largas e interminables horas acerca de nuestras vidas por separadas y en conjunto. Es obvio que lo voy a invitar porque aunque una parte de mí está preocupada por su integridad física y emocional, la otra quiere que venga lo antes posible.

Me despierto con una sensación en el cuerpo mezcla de adrenalina, endorfinas y ansiedad muy parecida a la que se vive cuando cumplís quince años. Hoy voy a verlo. Estoy emocionada y asustada por igual, signo de que efectivamente me gusta este hombre. Se está haciendo tarde, mejor me doy prisa. Son las dos y media de la tarde y me dice que en media hora nos encontramos en una casa de comida rápida cerca de su hotel. Decido ponerme un vestido de esos que caminan por la delgada línea entre sexy e infantil, original y ridículo. En este momento deben estar haciendo treinta y cinco grados a la sombra así que tomar el subte es un alivio.

Llegué. Me persigno imaginariamente frente a un Dios en el que no creo, atravieso la puerta y mi corazón comienza a galopar más fuerte que todos los caballos del hipódromo de Palermo, creo que intenta salirse de mi pecho e huir despavorido a cruzar la avenida nueve de julio esperando que algún taxista desquiciado lo atropelle. Tengo el pelo suelto, muy poco maquillaje y una sonrisa que no se me borra porque estoy muy nerviosa y porque sé positivamente que con ella puedo lograr que cualquier hombre se rinda a mis pies. Me abraza fuerte y me recorre íntegra con la mirada libidinosa, esa misma que usó al despedirnos tiempo atrás. Está acompañado por otro sexy hombre de su tamaño y no puedo evitar pensar que es injusto y hasta adolescente tener una cita un domingo a las tres de la tarde en un Mc Donald´s con alguien que viene con apoyo logístico. Me recuerda cuando no existía celulares, internet ni redes sociales y la fuente de agua frente a la Catedral de Mar del Plata era punto de reunión de amigos, amantes, prófugos y relaciones públicas de matinee. Por un momento pienso en que están planeando raptarme y venderme a la red de trata de personas y al instante siguiente me surge la idea de que van a intentar persuadirme de tener sexo con ambos a lo cual creo que no voy a presentar mucha resistencia. Me río de mis propios pensamientos y trato de evaporarlos, los caballos se convirtieron en ratones y se mudaron de mi pecho a mi cabeza. ¡Basta muchachos!¡Se calman!, le dije a los roedores mentales. Intento parecer normal. "Es la primera vez de mi amigo aquí y no habla una palabra en español. Vamos a acompañarlo de vuelta al hotel y estoy libre", me dice.

Aún no llega el verano y el calor incendia el asfalto mientras su sola presencia hace lo mismo en mi entrepierna. Es mucho más alto y simpático de lo que recordaba. No almorcé nada y se me ocurre que ir por un helado es una buena opción. Se queja un poco del calor al tiempo que se quita la remera oscura que lleva puesta y se queda con una musculosa blanca de morley de esas que usan los gangsters y raperos en las películas. ¡Qué infernal es! Su piel brilla y su sudor emana aroma a coco y almendras y por un segundo deseo profundamente empezar a lamerlo en plena calle y apretarlo. Sí, sí, tengo muchas ganas de apretarlo sobre todo contra mi cuerpo. Nos sentamos en un banco a la sombra, llueven flores de los árboles del parque esta tarde de primavera y no puedo evitar mirarle la boca cada vez que me habla. "¿Querés venir un rato a mi casa?", escupo casi como un eructo. "Sí". Rotundo, preciso, certero, decidido. Así de bien se debe sentir cuando dos enamorados están en un altar. Y allá vamos... a mi casa, no al altar.

Dos días antes le conté lo mucho que me duele la espalda y de camino se ofrece a hacerme unos masajes a lo que no presento ninguna resistencia. El taxi ha llegado a destino. Entramos. Prendo un incienso, pongo algo de Erikah Badu a sonar para ambientar y atestiguar este encuentro mientras busco en el placard un poco de aceite para masajes. Me recuesto boca abajo en la cama, me quito el corpiño y dejo caer por mis hombros los breteles del vestido hasta quedar con la espalda totalmente descubierta. Este vestido pasa automáticamente a ser una de mis prendas favoritas ya que creo que la ropa cuenta historias. Siempre tenemos más aprecio por algunas prendas que por otras, no por lo que cuesten si no por las experiencias que han vivido y este vestido me recordará por siempre a estos futuros masajes tan desesperados de deseo. Me besa la nuca provocando el colapso de todas mis terminales nerviosas y los pelos se me erizan como a un gato amenazado. Comienza a masajearme la espalda, sus dedos son tan largos que la cubren casi por completo. Alguien debería haberme advertido... Esta clase de hombres deberían venir con un manual de instrucciones, un cartel de "WARNING" al menos. Puedo sentir su energía y sus intenciones a través del calor de sus manos, esto aún no ha empezado y yo acabo de decidir que, pase lo que pase, esta bestia predadora no va atravesar el umbral de mi puerta y dejar mi hogar siendo la misma persona que cuando entró.

Continuará ...

miércoles, 14 de diciembre de 2016

LA COSA SE PUSO NEGRA


"Estoy yendo a Argentina nuevamente y no encontraré paz hasta el día que te haga pagar por lo que hiciste. No tuve energías el año pasado pero esta vez si no te encuentro personalmente pagaré a alguien con la plata de mi marido para que lo haga y te arrepentirás de por vida de haberlo tocado."

Me atoré con la tostada. Esa mañana el desayuno era esta bomba y no había mate capaz de hacerla digerir. Está enojada y no la culpo, de verdad que no lo hago. No sabe pero sabe, intuye, olfatea, supone, ata cabos, relaciona, imagina, además tiene mucho tiempo. Ese famoso sexto sentido que nos atribuyen a las mujeres y del que en ocasiones nos enorgullecemos también puede torturarnos. En el fondo, en esa parte bien íntima de nosotras mismas donde se nos anudan los problemas, muchas veces desearíamos que las entrañas nos fallen.

Pero vayamos al principio. Viajemos a mi adolescencia perturbada donde Dennis Rodman empapelaba las paredes de mi habitación y participaba de mis sueños eróticos. Soñaba con grandes, transpirados y brillantes músculos negros después de mirar a los Bulls por la televisión. Supongo que ese mismo deseo reprimido fue el que me impulsó esa noche a agarrarlo de la mano cuando lo vi pasando por delante mío en el boliche, con la diferencia de que veinte años después sabía que ciertas decisiones pueden llevarte a otro nivel. Camino de ida que le dicen por ahí.

Cuando se dio vuelta me topé con la dureza de sus pectorales lo que me permitió recorrerlo, explorarlo, apreciar los siguientes cuarenta centímetros hasta dar con su mirada como quien contempla absorto una pieza de arte. "No hablo español" dijo con torpeza sin dejar de mostrarme sus hermosos dientes blancos a través de su carnosa sonrisa. Y ahí estaba yo hipnotizada, boquiabierta, estupefacta y poseída por la húmeda idea de morder esos labios exagerados, de caer rendida en esos interminables brazos musculosos. Él esperaba paciente a que yo volviera a este planeta sosteniendo mi mano con un poco más de fuerza ahora y atravesándome con la mirada, como una daga encendida, me incendiaba el cuerpo y la mente. "I don´t speak english but we can dance" alcancé a balbucear y vi el alivio en su cara. Más tarde entendería que él preferiría hacer el intento de entender mi inglés antes que de practicar su español.

Bailamos y conversamos durante toda la noche. Me fascina comprobar una vez más que hay un lenguaje universal que trasciende la palabra y es el lenguaje corporal, el lenguaje del amor, un lenguaje que afortunadamente no entiende de barreras y permite que dos personas completamente desconocidas puedan sentirse cercanas al cabo de un rato. Y ahí estábamos nosotros fluyendo en el mar de la seducción, coqueteando como adolescentes enardecidos, emanando ondas lujuriosas a través del calor de nuestras manos, de la aceleración del ritmo cardíaco, de las gotas de sudor rodando desde la frente hacia las sienes. Tengo la costumbre de salir sola y a esta altura de mi vida supongo que es un poco por cábala ya que muchas de las experiencias más lindas que he tenido fueron posibles gracias a vencer arduas batallas libradas contra Netflix, el sofá, los rechazos de mis amigas a salir y mis propias limitaciones mentales y otro poco porque soy la única en todos mis grupos de amigas que sigue soltera y sin hijos. Me bastó con mirar cómo se abría paso entre la multitud, mientras tomándome de la mano custodió mi andar hasta la puerta del baño y se detuvo allí cual guardaespaldas de Madonna a esperar que yo saliera, para agradecer a Dios, al Universo, a mi suerte de principiante o a todo eso junto de tener el suficiente coraje de animarme a vivir, de investigar y de creer que "NO" es una palabra que debería estar prohibida en ciertos contextos. Si él era la persona con la que cumpliría mi fantasía de acostarme con un negro eso equivalía a ir a jugar tu primer picado en el potrero de barrio y que en el pan y queso se decida que Messi juega para tu equipo.

Sin embargo esa noche lo único que le dí -teniendo yo tanto para dar- fue mi número de teléfono. Al día siguiente me tocaba trabajar muy temprano en un Congreso y una de las pocas lecciones de cocina que recuerdo haber retenido de mi madre es que la comida sabe mejor si se la cocina a fuego lento, es así como cada ingrediente desprende mejor su aroma hasta fundirse en uno solo y para saborear este delicioso banquete si había algo que no necesitaba que escaseara era el tiempo. Yo, la reina del fast food, la que almorzaba en la fila del banco o cenaba galletitas de agua con queso untable y mate por no cocinar, me había propuesto dejar servido el postre más delicioso para volver sola a casa de mis padres. Dos semanas después, según me había contado un rato antes, le tocaba viajar a la ciudad donde vivo actualmente. "De acuerdo, entonces ya mismo comienzo con el ayuno", pensé.

Nos despedimos con un abrazo intenso e interminable como el deseo que nos envolvía, como si ambos supiéramos con exactitud que ese abrazo acabaría siendo más tarde un refugio, uno de esos lugares favoritos en el mundo donde siempre dan ganas de volver. No terminaba de encender mi auto cuando sentí que me había enamorado y no acababa de entrar en mi casa cuando recibí un mensaje suyo. "Que descanses, hermosa. Nice to meet you, see you in two weeks".

Continuará...