Hermano qué quilombo que se armó en las redes sociales con el asunto del Halloween.
Que sí... que no... que caiga un chaparrón, arriba del colchón. Ah, re que nada que ver! Se disociaba.
Ya todos sabemos que en Argentina Halloween nunca fue lo nuestro.
Recuerdo allá por el año 2010, cuando mi Sugar Daddy estaba haciendo la prueba de sonido en un garito donde iba a presentar su último disco. Era la última noche de mi viaje por España. Estábamos en Zaragoza un 31 de octubre. Salí a dar una vuelta por las calles y para mi sorpresa toooooooodo el mundo estaba disfrazado. TODOS. Los bares llenos, las calles, era impresionante. Algo que no había visto jamás. Y les estoy diciendo que pasó hace quince años atrás.
Me perdí el concierto. Decidí no volver a tiempo y quedarme bebiendo unas cañas con unos tipos hermosos. Y vibrar en esa energía festiva de yankilandia pero en europa.
Acá somos más de disfrazarnos solo cuando hay casamiento, fin de año en la oficina o un mundial. Pero claro, después tenés hijos… y las convicciones patrias empiezan a tambalear.
De pronto te encontrás comprando una capa de vampiro en Once, pintando calaveras con témpera y diciendo frases como “solo por esta vez”.
Esa frase que toda madre dice sabiendo perfectamente que ya no hay vuelta atrás.
Porque una vez que tu hijo descubre el poder de decir “dulce o truco”, se acabó la resistencia cultural.
Y ahí estás, colgando fantasmitas de papel, mientras pensás que, de chica, tu vieja no te dejaba ni mascar chicle.
Y te reís.
Porque entendés que tener hijos no solo te cambia la rutina… te reescribe el manual de coherencia.
De golpe te parece simpático un festejo importado, y te das cuenta de que lo importante no es de qué país viene la tradición, sino qué emoción deja.
Y si reírte con tu hijo disfrazado de zombie te arranca una sonrisa más que un spot de campaña, entonces bienvenido sea el capitalismo festivo.
Después de todo, somos un país donde se discute Halloween pero se defiende con fervor el cchoripán de cancha o recital. Donde la camiseta de la Selección une más que las urnas, y donde el grito de gol tiene más poder de convocatoria que cualquier discurso político.
Así que sí, este año voy a celebrar Halloween.
No por Estados Unidos, ni por la globalización.
Sino porque mi hijo se ríe, porque la vida necesita juego, y porque ya hay suficiente miedo y amargura en el mundo como para seguir negando una fiesta.
