domingo, 29 de junio de 2025

Team invierno: esa secta misteriosa que disfruta sufrir en silencio

 Hay personas raras.

Y después está el Team Invierno.


Gente que se levanta con 3 grados bajo cero, ve cómo se le escarcha la nariz, se le parte el alma al pisar el piso helado del baño, y aún así te dice con una sonrisa congelada:


“¡Ay, me encanta el invierno! ¡Es tan acogedor!”


¿Acogedor, Marta?

¿Vos viste el viento que hace en Mar del Plata en julio?

Ese viento que te empuja media cuadra, te arranca el paraguas y te mete un bofetón de arena en la cara.

En Mar del Plata no hay brisa fresca. Hay microagresiones climáticas.


Te dicen que el frío “te permite vestirte mejor”. Claro, si por "mejor" entendés parecer un oso polar con capas de ropa térmica, bufanda XXL, dos pares de medias y la dignidad olvidada en el cajón.

¿La moda invernal? Esconde más cuerpos que una serie policial sueca.


Después vienen con la otra mentira favorita del team:

“En invierno dormís mejor.”

Claro, porque primero tenés que pasar 40 minutos templando las sábanas como si estuvieras preparando un asado.

Metés una pierna, se te duerme del frío. Metés la otra, y te acordás que te olvidaste la bolsa de agua caliente. Dormís tan bien que soñás que estás en el Ártico abrazando un radiador.


Y si vivís en Mar del Plata, sabés que el invierno no es una estación.

Es una amenaza.


Un “veranito” en pleno julio es simplemente una trampa. Salís con camperita, confiada, y el clima te castiga con una sudestada que parece sacada de una película Apocalíptica.


Ah, pero el team invierno sigue firme, tomando café con cara de postal nórdica, publicando fotos de hojas secas en stories como si vivieran en Copenhague y no al lado del puerto, donde el viento tiene cuchillos.


Decir que te gusta el invierno marplatense es como decir que te gusta que te rompan el corazón “porque te hace sentir vivo”.

Está bien si lo sentís...

Pero hacételo ver.

jueves, 12 de junio de 2025

La nueva pandemia: LA SOLEDAD

 Hay una epidemia silenciosa que no sale en los noticieros. No tiene vacuna, ni barbijo que la prevenga. Y no te deja sin olfato, pero sí sin ganas. Sin apetito por la vida.

Es la soledad.

Esa que se cuela cuando terminás de ver una serie y no tenés a quién contarle el final. Esa que se sienta a comer con vos, en silencio, frente a la pantalla. La que te arropa cuando te acostás con el celular en la mano, esperando que alguien —alguien— se acuerde de vos.


Estamos más conectados que nunca, y sin embargo nos cuesta horrores conectar de verdad. Perdimos el hilo. O lo cortamos por miedo a enredarnos.


El mundo se volvió un lugar de paso. Las personas también. Todo es rápido, descartable, efímero.

Nos vinculamos sin compromiso, nos hablamos sin escucharnos, nos vemos sin mirarnos. Y así, de a poco, se nos fue olvidando cómo se construye un vínculo. Cómo se cuida. Cómo se sostiene. Cómo se habita.


Ya no sabemos quedarnos. Nos cuesta poner el cuerpo. Las emociones. La paciencia. Nos enseñaron que estar solo es sinónimo de fortaleza, que no depender de nadie es sinónimo de éxito. Pero nadie nos explicó qué hacer cuando esa independencia empieza a doler.


¿A dónde nos va a llevar esta soledad que elegimos como escudo?

Porque sí: la elegimos, aunque la suframos.

La usamos para evitar el rechazo, para que no nos rompan el corazón, para no mostrar la versión real de nosotros que no siempre tiene filtro ni ángulo.


Pero somos seres sociales. Estamos diseñados para vincularnos. Para compartir. Para ser en relación a un otro.

Y sin embargo, cada vez estamos más lejos del otro. Más encerrados en nosotros mismos. Más cómodos en la incomodidad de no necesitar a nadie, aunque por dentro lo deseemos con todas las fibras del cuerpo.


Y lo más triste es que empezamos a convencernos de que esto es lo normal. Que amar a alguien que se quede es demasiado pedir. Que confiar es de ingenuos. Que mostrarse vulnerable es una debilidad.


Entonces, ¿qué nos queda?

Nos queda la ansiedad.

La hiperproductividad.

El multitasking emocional.

Las citas que duran lo que tarda el delivery.

Las historias que nunca se terminan de escribir.


Y, a veces, las lágrimas que caen en silencio, mientras la notificación dice “en línea” pero nadie escribe.


Capaz la pregunta no es “¿por qué estamos tan solos?”

Sino: ¿qué estamos haciendo para dejar de estarlo?


Porque tal vez sea hora de volver a buscarnos. De mirar más allá de la pantalla. De hablar desde el estómago, no desde el ego. De construir vínculos donde el otro no sea una opción más, sino una elección consciente.


Porque el mundo puede estar lleno de gente… pero si nadie te abraza cuando llorás, eso no es compañía.

Es ruido.


Y quizás lo único que nos pueda salvar, al final, no sea la independencia, ni la autosuficiencia, ni el ghosteo a tiempo.

Sino algo tan básico y tan poderoso como esto:

la capacidad de quedarse.